8 de noviembre de 2013

Ventanas del alma.



Esta historia es un poco peculiar, así que empezaremos por el final: sobre la mesa solo quedaba un plato vacío y un vaso medio lleno.
La tensión superficial del agua contenida en el vaso se rompía con la caída arrítmica y cansina de cientos de emociones. Emociones las cuales, en un acto de desesperación, se arrojaron por la borda con la esperanza de lograr alcanzar la costa a nado. La de locuras que cometen los seres humanos, ¿verdad? Son capaces de tirarse al mar en plena tormenta si con ello pueden tener la más mínima posibilidad de éxito.
Dos saltaron juntas. Se asomaron al borde y se dejaron caer. Me tocaba a mí y echarse atrás no era una opción de la que dispusiera. Es curioso: la mayoría nacemos para caer sin que se nos permita siquiera la posibilidad de evitar ese destino. No tenemos elección, así que no nos queda otra más que disfrutar del vertiginoso viaje que nos brinda la gravedad.
El resto tenía que saltar también. Se empujaban entre sí con nerviosismo. No entiendo por qué estaban tan impacientes por precipitarse al vacío. ¿Quizá no sabían que lo que les aguardaba era el abismo?
Eché una última ojeada a las vistas que tenía desde allí: nada destacable, al menos para mí. Sin embargo, juraría que vi a Ana sonreír. Entonces, al igual que quienes me precedieron, me abandoné a las leyes de la física.
Me despeñé por el rostro de Ana. Pude ver que en sus facciones quedaba mi rastro. Yo me consumía a medida que caía por sus pómulos.
Llegué a su boca, y pude comprobar que, en efecto, Ana sonreía. Y allí me encontré con varias carcajadas con quienes parecía compartir destino. Un destino del cual lo único que sabíamos era que no sobreviviríamos a sus inclemencias. Las tres nos descolgamos juntas de los labios de Ana, pero mientras que ellas ascendían con el aire, yo continué con mi travesía hacia quién sabe dónde.
Por fin llegué al ángulo de su mentón y me aferré al lunar que lo adorna. No quería seguir cayendo, maldita sea. No quería acabar así. Quería cambiar ese maldito sino que nos empujaba a todas a un suicidio que no escogíamos voluntariamente. Permanecí allí unos segundos, siendo testigo de que mis compañeras no oponían resistencia. “Maldita sea mi suerte”, mascullé con rabia.
Tras proferir todo tipo de improperios, me rendí. No podía luchar contra lo inevitable. ¿Para qué? Mejor ahorrarme el mal trago y plantarle cara al final con valor.
Me solté de la suave y nívea piel de Ana y caí de espaldas. Poco después me zambullí en el vaso medio vacío, con la satisfacción de haber visto con mis propios ojos que Ana me lloró de pura felicidad.
Aquellos últimos instantes, en los que me fundí con el agua del recipiente, me sirvieron para meditar sobre eso que dicen de que los ojos son el espejo del alma. Para mí, no eran espejos sino ventanas por las cuales la propia alma nos defenestra cuando las emociones lo saturan. Y es que la vida de una lágrima, aunque corta, no siempre es triste.


18 de agosto de 2013

Plegaria.

El silencio sepulcral de aquella fría noche de noviembre solo era roto por el tenue suspiro de mis rezos, que como letanías eternas, rogaban al padre por un día más de luz. Algo interrumpió mis oraciones, un vago sonido al otro lado de la puerta. "¿Me atrevería a...?", me dije a mi mismo.
Abandoné mis oraciones y me puse en pie. De nuevo, aquel sonido atravesó las rendijas de la puerta de la iglesia. Quise preguntar en voz alta quién estaba allí, pero el llanto de un niño atoró la pregunta en mi garganta.
Con pasos cautelosos me dirigí hacia la puerta, la cual alguien golpeó desde la calle.
- ¡Por favor, abran! - rogó una voz de mujer.
Apenas me dio tiempo a dudar. Corrí el gran pestillo de hierro del portón y el frío invernal inundó la estancia. Una mujer joven y de baja estatura, abrigada apenas con un manto de lana, temblaba de frío en la puerta. Llevaba un bulto en los brazos, un bulto que apenas se movía pero que lloraba. No era una de mis feligresas, jamás la había visto por allí.
Me hice a un lado y permití a la joven pasar. Cuando cerré la puerta, el aura de serenidad de la iglesia se vio perturbado. Ella puso al bebé en mis brazos tan bruscamente que no pude siquiera negarme. Se sentó en el banco más alejado del altar y la forma en que contempló la talla de Cristo trasladó el frío de la calle al interior de mis venas.
Su mirada, al principio temerosa y después con cierto odio en las pupilas, se tornó irónica al arquear una ceja. Agachó la cabeza y empezó a combulsionarse entre estridentes carcajadas. El bebé lloró aún más fuerte. Lo destapé un poco y unos ojos grises como la niebla me miraron. Palpé su frente: estaba ardiendo.
- Hija mía, ¿está enfermo?
La mujer, lejos de preocuparse, se quitó el manto y se acercó a mí. Fijé mis ojos en los suyos, más negros aún que la heladora oscuridad que reinaba esa noche.
- Confía usted demasiado en la salvación del ser humano, padre Damián.
¿Cómo sabía mi nombre aquella desconocida? El bebé dejó de llorar de repente y, apenas unos segundos después, se convirtió en una nube negra que se posicionó junto a la joven. Ella rió con fuerza de nuevo mientras el humo negro se volvía corpóreo. Una silueta antropomorfa se alzó ante mí.
Casi no recuerdo detalles de aquel ser más que sus ojos, de fuego gris, mirándome, y esa horrible voz gutural de ultratumba. Ni el agua bendita ni el crucifijo de mi rosario le amedrentaron. ¿Qué era ese ser?
Por motivos que no alcanzo a comprender, se limitó a hacer una advertencia y a irse.
- Entérese, cura, de que ninguna de las fantochadas de la Iglesia salvará a los hombres de arder en el Averno.
Con una intensa explosión de luz y calor, él y la mujer desaparecieron, dejando tras de sí el eco de la risa de ella y un fuerte olor a azufre.



"Colaboración" con Eidan Raven que puede leerse aquí.

1 de julio de 2013

Quebranto.

—¿Qué pasó cuándo él... se fue, Elia?

—No había nada que me obligara a quedarme más.

—¿Pero por qué no trataste de seguir adelante? No estabas sola. Nunca lo estuviste.

Mamá abrió la puerta y entró en mi cuarto.

—Cielo, son las tres de la mañana, ¿con quién hablas?

Miré a mi alredor y me di cuenta de que estaba sola.

—Con... Con nadie, mamá. Era una pesadilla.

—Anda, duérmete, que mañana tienes que ir a clase.

Se sentó en el borde de la cama y me acarició las mejillas. Noté cómo se sobresaltaba al sentir mi respiración acelerada. Me besó en la frente, me cogió la mano y suspiró.

—Nora, cariño... No tienes que ir si no quieres, pero llevas faltando dos semanas y... Bueno, supongo que sabes qué es lo que deberías hacer, ¿no, cielo?

—Mamá, estoy... bien. Así que mañana iré.

Ella frunció el ceño con evidente preocupación. Saltaba a la vista que no sabía cómo abordar el tema ni yo cómo exponérselo. Ambas carraspeamos casi al unísono, mamá me miró y esperó pacientemente.

—Sé que mañana nadie ocupará el pupitre de al lado, mamá, pero no puedo estar toda la vida evitando un asiento vacío. No sería justo. Ni para ella, ni para mí.

—Nora, mi vida —mamá apretó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos—, sé que no va a ser fácil, pero recuerda que no estás sola y que nunca lo estarás.

"Elia tampoco lo estaba", pensé. Miré a mamá y reprimí una respuesta a voz quebrada. Tragué saliva y asentí. Ella volvió a besar mi frente, me dio las buenas noches y salió de la habitación.

Permanecí unos minutos sentada en la cama, mirando un punto fijo situado en ninguna parte. Sacudí la cabeza y me froté los ojos con las manos. Elia no había estado allí. Elia ya no estaba aquí. Se fue con él porque ninguno supimos hacerla saber que no estaba sola.

9 de junio de 2013

Crescendo



Los dedos de Melissa bailaron sobre las teclas blancas y negras. La muchacha ejecutaba con admirable destreza la complicada coreografía que marcaba la partitura mientras en su cabeza aparecía una sucesión de imágenes, formas y colores que parecían inconexas.


Sin embargo, para ella, la música cobraba vida en su mente. Pasaba de ser un puñado de símbolos negros sobre los pentagramas a convertirse en una historia, una historia narrada solamente con la melodía que desprendía el piano, con el leve vibrar de las teclas bajo sus dedos.


- Cuidado con el crescendo, Melissa -advirtió su profesora.


Aquella mujer, ciega de nacimiento, le enseñó que para tocar música no era necesario ver una partitura, sino ser capaz de sentirla con el corazón.


Lo que para una fue un impulso para no hundirse en la oscuridad de su ceguera, para la otra fue una muestra de admirable superación, de valor y de vida.


Melissa se centró en presionar las teclas con más intensidad, elevando progresivamente el volumen de la melodía.


La mujer sonrió y posó la mano en el hombro de la muchacha.


- Perfecto, corazón. Recoge tus cosas, que ya es la hora.


La chica terminó el último compás y acarició las teclas antes de bajar la tapa. Se puso en pie, cogió su bolsa y se despidió de la profesora. Ésta, la detuvo antes de salir.


- Melissa... ¿No te llevas la partitura? No te he oído recoger papeles...


- He tocado sin ella, Clara.


Ella rió con suavidad. A Melissa le encantaba la risa de su profesora. Siempre sutil, plácida, sosegada y delicada. Sentía profunda admiración por Clara y siempre le estaría agradecida, pues no sólo la enseñó a tocar el piano, sino que le hizo comprender que lo que los médicos llamaban sinestesia no sólo era una mezcla de sensaciones. También era el mejor regalo que alguien que ama la música podría recibir jamás.

19 de abril de 2012

Korén (II)


Un líquido cálido y ligeramente viscoso goteaba por su frente. Abrió ligeramente los ojos, pero no era capaz de ver nada con claridad. Todo a su alrededor era confuso, todo daba vueltas y no era más que un amasijo de manchas de colores.

Se llevó la mano a la cabeza y notó como sus dedos se impregnaban de aquella sustancia. Llevó los dedos delante de sus ojos y consiguió distinguir un tono rojo oscuro. ¿Sangre?

Athan cerró los ojos con fuerza. Incluso aquel movimiento tan leve le dolió. Ese maldito gorila le había arreado bien fuerte. Respiró profundamente y volvió a abrir un poco los ojos. Esta vez, la habitación no se movía tanto, y los muebles sólo se difuminaban parcialmente. Abrió y cerró los ojos lenta y suavemente varias veces, hasta que su visión borrosa fue sólo un mal recuerdo. Pero la cabeza seguía doliéndole, y el pulso le martilleaba las sienes sin tregua.

Giró la cabeza lentamente, y su cuello le pidió que parara mediante una intensa punzada de dolor. Volvió a la posición inicial, e intentó echar un vistazo desde ahí. La alacena. Mayka estaba en la alacena y ahora… Ahora no. ¿Qué había pasado?

Detuvo su mirada en las puertas del mueble donde vio escondida a su hermana, y aguzó el oído: un silencio sepulcral viciaba el aire. También pudo percibir el olor metálico de la sangre. Súbitamente, los sucesos previos al golpe recibido, empezaron a sucederse a una velocidad de vértigo.

El ataque al poblado. Su padre organizando a los cazadores en segundos. Sus vecinos tratando de huir de hombres armados, o siendo asesinados por ellos. Recordó que tuvo que emplear su cuchillo de caza para ayudar a algunas personas, y para defenderse. Recordó que le costó llegar a su casa. Y a su madre. Al general. La espada. Su hermana.

¿Dónde estaban todos? ¿Qué había pasado? El dolor de cabeza remitió ligeramente, y con sumo cuidado, Athan trató de incorporarse. No sin cierto esfuerzo y sin marearse, logró sentarse en el suelo. Cerró los ojos y los frotó ligeramente con una mano. Notó en ella un tacto húmedo, y miró sus dedos para comprobar a qué se debía. Sí, era sangre. Seguramente el golpe le hubiera causado alguna herida. Palpó su frente y su cabeza hasta encontrarla. Ahí estaba, oculta bajo los mechones que configuraban su flequillo.

Desde el suelo, Athan inspeccionó la sala. Es de imaginar la sorpresa, el horror que se apoderó de él cuando vio que el suelo detrás de él estaba cubierto de sangre: demasiada como para que fuera cosa de una herida como la suya. Su primer pensamiento fue para su madre. Rápidamente, demasiado para la herida de su cabeza, se puso en pie para ver mejor la habitación. Nunca llegó a saber si el mareo fue debido a que se levantara del suelo tan de repente, o a la visión de los cadáveres de sus padres. Su madre apenas estaba cubierta con jirones de su vestido, y abrazaba a su padre. Se imaginó que Deos fue el primero en ser asesinado, y que a Dasha la mataron cuando corrió a abrazarlo.

Athan se tambaleó, y tuvo que apoyarse en la mesa. ¿Qué diantres había pasado allí? ¿Por qué aquellos soldados habían atacado su poblado? No tenía ningún sentido… Eran gente pacífica, jamás había habido problemas con nadie… ¿Qué buscaban esos hombres?
El muchacho desvió la vista hacia la mesa: la capa del general seguía allí. La cogió con repulsión. Pensó en quemarla… y entonces vio un emblema grabado con hilo dorado: un águila.

Era el mismo águila del escudo de la familia real, del rey Aetos, tirano al que todos los poblados debían lealtad so pena de tortura y ejecución. ¿Qué pintaban militares de Korén allí?

Un grito de auxilio le sacó de sus cávalas. Tiró la capa sobre la mesa y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, dirigió una última mirada a los cuerpos sin vida de sus padres, como si se despidiera de ellos.

Al echar un vistazo al exterior, el corazón le dio un vuelco. La mayor parte de las casas habían sido quemadas, y en algunas estructuras se apreciaban aún lenguas de fuego consumiéndolas y terminando de derrumbarlas. Había muertos por todas partes.

- ¡Auxilio!

Athan se apresuró a buscar a la persona que gritaba. Era la voz de una mujer, una voz consumida por el miedo y el cansancio. Sonaba afónica. Quién sabe cuánto habría estado gritando sin obtener respuesta.

- ¡¿Quién eres?! –gritó Athan.

- Por favor, ¡ayúdame!

El chico siguió hablando con aquella persona, siguiendo su voz, hasta que dio con ella. Era Ianthe, una chica de más o menos su edad que vivía junto al pozo. Estaba arrodillada en el suelo junto a su padre. Éste estaba semiinconsciente y gravemente herido, aunque vivo. Eso cambiaría si no lograban cortar la hemorragia de la herida de… Bueno, de lo que fue su mano.

El muñón sangraba abundantemente, y la parte que faltaba estaba a apenas medio metro de él.

- Ve a buscar algo para curarle, yo me encargaré de hacer un torniquete para intentar que cese la hemorragia. Trae vino, vendas e intenta recuperar algunas brasas de las casas en llamas.

Ianthe se levantó a toda prisa y fue en busca de lo que le habían mandado. Mientras tanto, Athan corrió hacia el pozo y desató la cuerda del cubo que usaban para subir el agua. Con ella improvisó un torniquete.

La joven volvió al poco tiempo. Athan la indicó que empapara algunas vendas con vino, y él hizo una pequeña fogata con las brasas. Puso la hoja de su cuchillo de caza sobre las llamas y esperó a que se calentara. Miró a Ianthe con seriedad.

- Le va a doler, pero ya ha perdido la mano, y no hay otra forma más rápida de hacer que deje de sangrar tanto. Vas a tener que sujetarle todo lo fuerte que puedas.

La chica asintió con lágrimas en los ojos. Al poco, Athan le indicó con un gesto que sujetara a su padre. El chico cogió el cuchillo con un paño para no quemarse, y aplicó el filo sobre la carne amputada del hombre. Éste se revolvió salvajemente y gritó tan alto que hubiera despertado a todos los muertos del poblado.

Una vez Athan terminó de sellar la herida, la cubrió con las vendas empapadas en vino, y después aseguró estas con más vendas.

- No puedo hacer más por él, no soy curandero.

- Es suficiente. Gracias…

-Tenemos que comprobar si hay más supervivientes. ¿Tu casa sigue en pie? – Ianthe asintió. – Bien, llevemos allí a tu padre, para que descanse, y luego comprobaremos si alguien más necesita ayuda.

Entre ambos, cogieron al hombre y le metieron en su cabaña. Athan ayudó a su hija a tumbarle en la cama y después salieron a registrar el poblado. Cada uno fue por un lado, con la esperanza de que no todo lo que encontraran fueran cuerpos inertes, o incluso  mutilados.

La visión del poblado, era absolutamente desoladora. Todo estaba sumido en el caos. Tras poco más de una hora buscando, Ianthe y Athan encontraron a una veintena de sus vecinos. Salvo dos niños que lograron esconderse, los demás eran gente herida que los soldados abandonaron a su suerte. Algunos no estaban gravemente heridos, por lo que se apresuraron en ayudar a Ianthe y Athan a curar y socorrer al resto.

Mientras unos rescataban comida de las despensas de las cabañas destruidas, otros preparaban camas en las que aún seguían en pie para poder dar cobijo a los que habían perdido sus hogares. De un poblado de más de doscientos habitantes, aquella noche dormirían allí poco más de veinte. 

12 de abril de 2012

Korén (I)


Un grito de guerra desgarró el silencio de la noche. En cuestión de segundos, las tropas invadieron la ciudad.

Korén fue tomada en apenas una hora. Los guardias no pudieron hacer nada por evitarlo. Ni siquiera vieron venir a aquellos diablos. Habían viajado  de noche, y permanecieron ocultos entre las sombras esperando el momento oportuno. Y vaya si lo encontraron.

Mayka era la encargada de dar la señal. Nadie sospechó en ningún momento de ella, pero tal vez deberían haberlo hecho. Durante años, había vivido para el monarca, pero no por voluntad propia: era su esclava, y su concubina.

***

Cuando sólo era una niña, los soldados del rey Aetos arrasaron su pequeño poblado. Su padre, Deos, era el jefe de la tribu, y había salido a cazar con la mitad de los hombres, incluído su hermano Athan. Cuando regresaron se encontraron muchos de sus hogares envueltos en llamas, su ganado masacrado, sus cultivos destrozados y a todos sus amigos y seres queridos heridos, brutalmente asesinados o intentando huir o esconderse. Sin pensarlo ni un solo instante, arrojaron las presas al suelo y trataron de defender lo que les quedaba. Pero no fue suficiente.

Mientras los demás luchaban fuera y buscaban desesperadamente a los suyos, Athan logró llegar hasta su pequeña cabaña. Allí encontró a un general que había acorralado a su madre en un rincón de la sala. La brillante armadura del soldado estaba impregnada de sangre y suciedad. Su capa, desgarrada seguramente debido a alguna víctima que hubiera tratado de defenderse, estaba sobre la mesa del comedor junto con su espada, también cubierta de sangre. Dasha forcejeaba y trataba de escapar, pero aquél gorila era demasiado fuerte para ella. Al ver a su hermosa madre en aquella situación, la sangre de Athan hirvió de ira y su primer impulso fue coger la espada del general y golpearle con todas sus fuerzas. Pero aquella torre humana le oyó venir, y con asombrosa ligereza en sus movimientos para su tamaño, derribó al chico de un golpe en la cabeza. Athan cayó al suelo, y antes de perder el conocimiento, lo último que vio fue a su hermana pequeña escondida en la alacena.

La pequeña Mayka pegó las rodillas al pecho y se tapó la boca, reprimiendo un sollozo. Su madre gritó al ver a Athan inconsciente.

- ¡Bastardo, hijo de puta!

Dasha abofeteó al general con furia. Éste la sujetó las manos por encima de su cabeza y la empotró contra la pared.

- Te vas a enterar, maldita bárbara.

El general desgarró la ropa de la mujer, no sin que ella tratara de escapar. Ni por un instante dejó de forcejear. Mayka veía, horrorizada desde la alacena, cómo el agresor de su madre la tiraba sobre la mesa y la abría de piernas. Dasha gritaba y se revolvía, y el gorila la golpeó en el estómago. Dolorida, se encogió sobre la mesa al mínimo instante de libertad que tuvo.

- Parece que te gusta hacer las cosas por las malas. Pues bien… ¡Tú lo has querido, zorra!

Cuando la mujer trató de escapar de nuevo, el soldado la volvió a aprisionar contra la mesa.

- Arde en el Infierno, cabrón… -logró articular Dasha entre sollozos.

Le escupió en la cara y, cuando el general iba a tomar represalias de nuevo, dos soldados irrumpieron en la cabaña. Traían a Deos maniatado, lleno de golpes y heridas y con la cara ensangrentada.

- General Isauro, es el cabecilla.

El apelado les miró. Dirigió una mirada desafiante a Deos y cogió con fuerza a Dasha por un brazo.

- ¿Es tu mujer, no? – preguntó, aún sabiendo la respuesta.

La expresión de Deos reflejaba pura rabia, la cual se acentuó al ver a su hijo tirado en el suelo. Isauro rió a carcajadas.

- Pues le voy a dar una lección, ¿de acuerdo?

Deos trató de levantarse y atacar a Isauro, pero los soltados le retuvieron de rodillas en el suelo.

De nuevo, el general tiró a Dasha contra la mesa. Mayka estaba totalmente aterrorizada. No podía hacer nada, y todo aquello estaba sucediendo demasiado cerca como para que bastara con taparse los oídos y cerrar los ojos para no enterarse de lo que ocurría.

Los insultos de Deos no impidieron a Isauro violar brutalmente a Dasha. Una vez hubo acabada con ella, miró a Deos con burla.

- Es para lo único que sirve esa mujerzucha – comentó mientras la obligaba a sentarse en el suelo, frente a su marido, mirándole a los ojos, y lo suficientemente distanciados como para que no pudiera abrazarle con desesperación –, y tú… Si te matara aquí mismo serías más útil.

Arrojó una daga a uno de sus mercenarios y le ordenó que hiciera el resto del trabajo. Mientras uno de ellos sujetaba a Deos, Isauro agarraba con fuerza a Dasha.

- Atenta, furcia. Disfruta del espectáculo.

Tres sonidos se combinaron en aquel instante: el llanto de terror y súplica de la mujer, las carcajadas del general y la daga rajando el cuello de Deos.

Isauro soltó a Dasha, quien se abalanzó sobre el cuerpo sin vida de su esposo. Su hija vio a su madre, prácticamente desnuda y ensangrentada, acunándole en sus brazos, hasta que la espada del general atravesó su estómago.

Ésta vez, Mayka no pudo ahogar un alarido de dolor y rabia. Inmediatamente, los soldados abrieron la puerta de armarito y la sacaron a la fuerza.

- ¿Qué hacemos con ella, señor?

Con pasos largos y pesados, Isauro se acercó a la muchacha. La cogió la cara con una mano y la examinó.

- Apenas tendrá diez años, pero a Aetos le gustará. Y si no, seguro que para fregar sirve. Atadla y enganchad un extremo de la cuerda al ahogadero de mi caballo. ¿Ha quedado alguien más con vida?

- Mujeres, y algunos niños.

-Bien. Atadles a todos. Si el rey no los quiere, los venderemos como esclavos.

Mayka temblaba y lloraba mientras uno de los soldados la ataba al caballo. Isauro, antes de montar, se acercó a ella.

- ¿Creíais que una rebelión bastaría para derrocar a nuestro rey? ¿Creíais que erais más fuertes que su ejército? Ya ves que no, renacuajo.

La niña le escupió en la cara. El gorila apretó los puños y, en lugar de pegarle, acortó la cuerda que la mantenía unida a su montura.

- Ya puedes caminar deprisa.

El general subió a su caballo y le espoleó con fuerza, de manera que éste inició un galope que hacía que la pobre Mayka fuera a rastras detrás del animal.

Todo el séquito siguió al general al mismo paso. Una vez divisaron a lo lejos la muralla, Isauro tiró de las riendas y el alazán aminoró la marcha, obligando a los demás a ir más despacio.

Al entrar en la ciudad, unos guardias cerraron las puertas detrás de la comitiva. El rey les esperaba en palacio.

- Isauro, nunca me defraudáis, amigo. ¿Qué trofeos me traéis esta vez?

- Majestad, como prueba del éxito de la misión, os traigo esclavos y a la hija del cabecilla. Esos bárbaros no volverán a dar más problemas.

- ¿Creéis que saqueando unos cuantos poblados se darán por vencidos?

- Mi señor, confiad en mí. Eran los poblados más grandes, no se atreverán a desafiar nuestra fuerza militar.

Mayka escuchaba con atención. Rápidamente, relacionó las palabras de aquellos hombres con los sucesos de los últimos meses. Llevaba tiempo oyendo a su padre hablar sobre una rebelión, sobre la toma de un castillo, sobre la necesidad de unir a todos los poblados. Deos creía que por separado eran débiles, pero que todos juntos podrían acabar con la tiranía del monarca. Desde hacía unos meses, habían perdido el contacto con algunos poblados. Estaban a varias semanas a caballo, y aquellos que habían ido en busca de noticias, no habían regresado aún.

Según aquella conversación, seguramente esos poblados amigos también habían sido saqueados, al igual que el suyo. Mayka se horrorizó ante la magnitud de la idea: ¿cuántas familias más habrían sufrido como la suya?

- Está bien, Isauro. Pero no debemos bajar la guardia: mantened a vuestras tropas en forma.

-Por supuesto, excelencia.

- Y esa… bárbara, la niña. Ordenaré que le bañen y le den algo de ropa. Mi harén necesita una nueva virgen…

La pequeña no tardó en comprender a qué se refería el monarca. Se dio cuenta de que habría corrido mejor suerte si la hubieran matado como a sus padres.

En ese momento reparó en su hermano. Mientras la desataban y unas criadas la conducían a un ala del castillo, echó la vista hacia atrás y buscó desesperadamente el rostro de su hermano entre los presos que habían traído. No encontró a Athan, sólo las miradas de súplica de algunos de sus vecinos y amigos. Quién sabe si alguna vez volvería a verles con vida, o simplemente a verles.

[...]












29 de febrero de 2012

Cazador cazado.

Los cazadores recorrían el bosque tras el rastro de la criatura. Todas sus esperanzas estaban puestas en encontrarla, en vengar la muerte de todos y cada uno de los aldeanos que habían caído en el último mes.
Pero Ixiar era más lista que ellos. Mucho más...
Encaramada a la rama de un roble, les observaba en silencio. Sonrió con maldad. Un escalofrío recorrió las espinas dorsales de los campesinos; estaban perdidos. Sus únicas armas para defenderse de un ser atroz y sanguinario, eran rudimentarias herramientas de trabajo: horcas, hachas, varas, hoces, alguna daga si acaso. Su arsenal no valía nada en comparación con la fuerza y la destreza de su cazadora.
De repente, el aire se heló. Nada, salvo el crujir de la hojarasca bajo los pies de los cazadores, se oía.
El cazador cazado... una vez más.