1 de julio de 2013

Quebranto.

—¿Qué pasó cuándo él... se fue, Elia?

—No había nada que me obligara a quedarme más.

—¿Pero por qué no trataste de seguir adelante? No estabas sola. Nunca lo estuviste.

Mamá abrió la puerta y entró en mi cuarto.

—Cielo, son las tres de la mañana, ¿con quién hablas?

Miré a mi alredor y me di cuenta de que estaba sola.

—Con... Con nadie, mamá. Era una pesadilla.

—Anda, duérmete, que mañana tienes que ir a clase.

Se sentó en el borde de la cama y me acarició las mejillas. Noté cómo se sobresaltaba al sentir mi respiración acelerada. Me besó en la frente, me cogió la mano y suspiró.

—Nora, cariño... No tienes que ir si no quieres, pero llevas faltando dos semanas y... Bueno, supongo que sabes qué es lo que deberías hacer, ¿no, cielo?

—Mamá, estoy... bien. Así que mañana iré.

Ella frunció el ceño con evidente preocupación. Saltaba a la vista que no sabía cómo abordar el tema ni yo cómo exponérselo. Ambas carraspeamos casi al unísono, mamá me miró y esperó pacientemente.

—Sé que mañana nadie ocupará el pupitre de al lado, mamá, pero no puedo estar toda la vida evitando un asiento vacío. No sería justo. Ni para ella, ni para mí.

—Nora, mi vida —mamá apretó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos—, sé que no va a ser fácil, pero recuerda que no estás sola y que nunca lo estarás.

"Elia tampoco lo estaba", pensé. Miré a mamá y reprimí una respuesta a voz quebrada. Tragué saliva y asentí. Ella volvió a besar mi frente, me dio las buenas noches y salió de la habitación.

Permanecí unos minutos sentada en la cama, mirando un punto fijo situado en ninguna parte. Sacudí la cabeza y me froté los ojos con las manos. Elia no había estado allí. Elia ya no estaba aquí. Se fue con él porque ninguno supimos hacerla saber que no estaba sola.