18 de agosto de 2013

Plegaria.

El silencio sepulcral de aquella fría noche de noviembre solo era roto por el tenue suspiro de mis rezos, que como letanías eternas, rogaban al padre por un día más de luz. Algo interrumpió mis oraciones, un vago sonido al otro lado de la puerta. "¿Me atrevería a...?", me dije a mi mismo.
Abandoné mis oraciones y me puse en pie. De nuevo, aquel sonido atravesó las rendijas de la puerta de la iglesia. Quise preguntar en voz alta quién estaba allí, pero el llanto de un niño atoró la pregunta en mi garganta.
Con pasos cautelosos me dirigí hacia la puerta, la cual alguien golpeó desde la calle.
- ¡Por favor, abran! - rogó una voz de mujer.
Apenas me dio tiempo a dudar. Corrí el gran pestillo de hierro del portón y el frío invernal inundó la estancia. Una mujer joven y de baja estatura, abrigada apenas con un manto de lana, temblaba de frío en la puerta. Llevaba un bulto en los brazos, un bulto que apenas se movía pero que lloraba. No era una de mis feligresas, jamás la había visto por allí.
Me hice a un lado y permití a la joven pasar. Cuando cerré la puerta, el aura de serenidad de la iglesia se vio perturbado. Ella puso al bebé en mis brazos tan bruscamente que no pude siquiera negarme. Se sentó en el banco más alejado del altar y la forma en que contempló la talla de Cristo trasladó el frío de la calle al interior de mis venas.
Su mirada, al principio temerosa y después con cierto odio en las pupilas, se tornó irónica al arquear una ceja. Agachó la cabeza y empezó a combulsionarse entre estridentes carcajadas. El bebé lloró aún más fuerte. Lo destapé un poco y unos ojos grises como la niebla me miraron. Palpé su frente: estaba ardiendo.
- Hija mía, ¿está enfermo?
La mujer, lejos de preocuparse, se quitó el manto y se acercó a mí. Fijé mis ojos en los suyos, más negros aún que la heladora oscuridad que reinaba esa noche.
- Confía usted demasiado en la salvación del ser humano, padre Damián.
¿Cómo sabía mi nombre aquella desconocida? El bebé dejó de llorar de repente y, apenas unos segundos después, se convirtió en una nube negra que se posicionó junto a la joven. Ella rió con fuerza de nuevo mientras el humo negro se volvía corpóreo. Una silueta antropomorfa se alzó ante mí.
Casi no recuerdo detalles de aquel ser más que sus ojos, de fuego gris, mirándome, y esa horrible voz gutural de ultratumba. Ni el agua bendita ni el crucifijo de mi rosario le amedrentaron. ¿Qué era ese ser?
Por motivos que no alcanzo a comprender, se limitó a hacer una advertencia y a irse.
- Entérese, cura, de que ninguna de las fantochadas de la Iglesia salvará a los hombres de arder en el Averno.
Con una intensa explosión de luz y calor, él y la mujer desaparecieron, dejando tras de sí el eco de la risa de ella y un fuerte olor a azufre.



"Colaboración" con Eidan Raven que puede leerse aquí.