9 de junio de 2013

Crescendo



Los dedos de Melissa bailaron sobre las teclas blancas y negras. La muchacha ejecutaba con admirable destreza la complicada coreografía que marcaba la partitura mientras en su cabeza aparecía una sucesión de imágenes, formas y colores que parecían inconexas.


Sin embargo, para ella, la música cobraba vida en su mente. Pasaba de ser un puñado de símbolos negros sobre los pentagramas a convertirse en una historia, una historia narrada solamente con la melodía que desprendía el piano, con el leve vibrar de las teclas bajo sus dedos.


- Cuidado con el crescendo, Melissa -advirtió su profesora.


Aquella mujer, ciega de nacimiento, le enseñó que para tocar música no era necesario ver una partitura, sino ser capaz de sentirla con el corazón.


Lo que para una fue un impulso para no hundirse en la oscuridad de su ceguera, para la otra fue una muestra de admirable superación, de valor y de vida.


Melissa se centró en presionar las teclas con más intensidad, elevando progresivamente el volumen de la melodía.


La mujer sonrió y posó la mano en el hombro de la muchacha.


- Perfecto, corazón. Recoge tus cosas, que ya es la hora.


La chica terminó el último compás y acarició las teclas antes de bajar la tapa. Se puso en pie, cogió su bolsa y se despidió de la profesora. Ésta, la detuvo antes de salir.


- Melissa... ¿No te llevas la partitura? No te he oído recoger papeles...


- He tocado sin ella, Clara.


Ella rió con suavidad. A Melissa le encantaba la risa de su profesora. Siempre sutil, plácida, sosegada y delicada. Sentía profunda admiración por Clara y siempre le estaría agradecida, pues no sólo la enseñó a tocar el piano, sino que le hizo comprender que lo que los médicos llamaban sinestesia no sólo era una mezcla de sensaciones. También era el mejor regalo que alguien que ama la música podría recibir jamás.