Esta historia es
un poco peculiar, así que empezaremos por el final: sobre la mesa solo quedaba
un plato vacío y un vaso medio lleno.
La tensión
superficial del agua contenida en el vaso se rompía con la caída arrítmica y
cansina de cientos de emociones. Emociones las cuales, en un acto de
desesperación, se arrojaron por la borda con la esperanza de lograr alcanzar la
costa a nado. La de locuras que cometen los seres humanos, ¿verdad? Son capaces
de tirarse al mar en plena tormenta si con ello pueden tener la más mínima
posibilidad de éxito.
Dos saltaron
juntas. Se asomaron al borde y se dejaron caer. Me tocaba a mí y echarse atrás
no era una opción de la que dispusiera. Es curioso: la mayoría nacemos para caer
sin que se nos permita siquiera la posibilidad de evitar ese destino. No
tenemos elección, así que no nos queda otra más que disfrutar del vertiginoso
viaje que nos brinda la gravedad.
El resto tenía
que saltar también. Se empujaban entre sí con nerviosismo. No entiendo por qué
estaban tan impacientes por precipitarse al vacío. ¿Quizá no sabían que lo que
les aguardaba era el abismo?
Eché una última
ojeada a las vistas que tenía desde allí: nada destacable, al menos para mí.
Sin embargo, juraría que vi a Ana sonreír. Entonces, al igual que quienes me
precedieron, me abandoné a las leyes de la física.
Me despeñé por el
rostro de Ana. Pude ver que en sus facciones quedaba mi rastro. Yo me consumía
a medida que caía por sus pómulos.
Llegué a su boca,
y pude comprobar que, en efecto, Ana sonreía. Y allí me encontré con varias
carcajadas con quienes parecía compartir destino. Un destino del cual lo único
que sabíamos era que no sobreviviríamos a sus inclemencias. Las tres nos
descolgamos juntas de los labios de Ana, pero mientras que ellas ascendían con
el aire, yo continué con mi travesía hacia quién sabe dónde.
Por fin llegué al
ángulo de su mentón y me aferré al lunar que lo adorna. No quería seguir
cayendo, maldita sea. No quería acabar así. Quería cambiar ese maldito sino que
nos empujaba a todas a un suicidio que no escogíamos voluntariamente. Permanecí allí
unos segundos, siendo testigo de que mis compañeras no oponían resistencia. “Maldita
sea mi suerte”, mascullé con rabia.
Tras proferir
todo tipo de improperios, me rendí. No podía luchar contra lo inevitable. ¿Para
qué? Mejor ahorrarme el mal trago y plantarle cara al final con valor.
Me solté de la
suave y nívea piel de Ana y caí de espaldas. Poco después me zambullí en el
vaso medio vacío, con la satisfacción de haber visto con mis propios ojos que
Ana me lloró de pura felicidad.
Aquellos últimos
instantes, en los que me fundí con el agua del recipiente, me sirvieron para
meditar sobre eso que dicen de que los ojos son el espejo del alma. Para mí, no
eran espejos sino ventanas por las cuales la propia alma nos defenestra cuando
las emociones lo saturan. Y es que la vida de una lágrima, aunque corta, no
siempre es triste.
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