19 de abril de 2012

Korén (II)


Un líquido cálido y ligeramente viscoso goteaba por su frente. Abrió ligeramente los ojos, pero no era capaz de ver nada con claridad. Todo a su alrededor era confuso, todo daba vueltas y no era más que un amasijo de manchas de colores.

Se llevó la mano a la cabeza y notó como sus dedos se impregnaban de aquella sustancia. Llevó los dedos delante de sus ojos y consiguió distinguir un tono rojo oscuro. ¿Sangre?

Athan cerró los ojos con fuerza. Incluso aquel movimiento tan leve le dolió. Ese maldito gorila le había arreado bien fuerte. Respiró profundamente y volvió a abrir un poco los ojos. Esta vez, la habitación no se movía tanto, y los muebles sólo se difuminaban parcialmente. Abrió y cerró los ojos lenta y suavemente varias veces, hasta que su visión borrosa fue sólo un mal recuerdo. Pero la cabeza seguía doliéndole, y el pulso le martilleaba las sienes sin tregua.

Giró la cabeza lentamente, y su cuello le pidió que parara mediante una intensa punzada de dolor. Volvió a la posición inicial, e intentó echar un vistazo desde ahí. La alacena. Mayka estaba en la alacena y ahora… Ahora no. ¿Qué había pasado?

Detuvo su mirada en las puertas del mueble donde vio escondida a su hermana, y aguzó el oído: un silencio sepulcral viciaba el aire. También pudo percibir el olor metálico de la sangre. Súbitamente, los sucesos previos al golpe recibido, empezaron a sucederse a una velocidad de vértigo.

El ataque al poblado. Su padre organizando a los cazadores en segundos. Sus vecinos tratando de huir de hombres armados, o siendo asesinados por ellos. Recordó que tuvo que emplear su cuchillo de caza para ayudar a algunas personas, y para defenderse. Recordó que le costó llegar a su casa. Y a su madre. Al general. La espada. Su hermana.

¿Dónde estaban todos? ¿Qué había pasado? El dolor de cabeza remitió ligeramente, y con sumo cuidado, Athan trató de incorporarse. No sin cierto esfuerzo y sin marearse, logró sentarse en el suelo. Cerró los ojos y los frotó ligeramente con una mano. Notó en ella un tacto húmedo, y miró sus dedos para comprobar a qué se debía. Sí, era sangre. Seguramente el golpe le hubiera causado alguna herida. Palpó su frente y su cabeza hasta encontrarla. Ahí estaba, oculta bajo los mechones que configuraban su flequillo.

Desde el suelo, Athan inspeccionó la sala. Es de imaginar la sorpresa, el horror que se apoderó de él cuando vio que el suelo detrás de él estaba cubierto de sangre: demasiada como para que fuera cosa de una herida como la suya. Su primer pensamiento fue para su madre. Rápidamente, demasiado para la herida de su cabeza, se puso en pie para ver mejor la habitación. Nunca llegó a saber si el mareo fue debido a que se levantara del suelo tan de repente, o a la visión de los cadáveres de sus padres. Su madre apenas estaba cubierta con jirones de su vestido, y abrazaba a su padre. Se imaginó que Deos fue el primero en ser asesinado, y que a Dasha la mataron cuando corrió a abrazarlo.

Athan se tambaleó, y tuvo que apoyarse en la mesa. ¿Qué diantres había pasado allí? ¿Por qué aquellos soldados habían atacado su poblado? No tenía ningún sentido… Eran gente pacífica, jamás había habido problemas con nadie… ¿Qué buscaban esos hombres?
El muchacho desvió la vista hacia la mesa: la capa del general seguía allí. La cogió con repulsión. Pensó en quemarla… y entonces vio un emblema grabado con hilo dorado: un águila.

Era el mismo águila del escudo de la familia real, del rey Aetos, tirano al que todos los poblados debían lealtad so pena de tortura y ejecución. ¿Qué pintaban militares de Korén allí?

Un grito de auxilio le sacó de sus cávalas. Tiró la capa sobre la mesa y se encaminó hacia la puerta. Antes de salir, dirigió una última mirada a los cuerpos sin vida de sus padres, como si se despidiera de ellos.

Al echar un vistazo al exterior, el corazón le dio un vuelco. La mayor parte de las casas habían sido quemadas, y en algunas estructuras se apreciaban aún lenguas de fuego consumiéndolas y terminando de derrumbarlas. Había muertos por todas partes.

- ¡Auxilio!

Athan se apresuró a buscar a la persona que gritaba. Era la voz de una mujer, una voz consumida por el miedo y el cansancio. Sonaba afónica. Quién sabe cuánto habría estado gritando sin obtener respuesta.

- ¡¿Quién eres?! –gritó Athan.

- Por favor, ¡ayúdame!

El chico siguió hablando con aquella persona, siguiendo su voz, hasta que dio con ella. Era Ianthe, una chica de más o menos su edad que vivía junto al pozo. Estaba arrodillada en el suelo junto a su padre. Éste estaba semiinconsciente y gravemente herido, aunque vivo. Eso cambiaría si no lograban cortar la hemorragia de la herida de… Bueno, de lo que fue su mano.

El muñón sangraba abundantemente, y la parte que faltaba estaba a apenas medio metro de él.

- Ve a buscar algo para curarle, yo me encargaré de hacer un torniquete para intentar que cese la hemorragia. Trae vino, vendas e intenta recuperar algunas brasas de las casas en llamas.

Ianthe se levantó a toda prisa y fue en busca de lo que le habían mandado. Mientras tanto, Athan corrió hacia el pozo y desató la cuerda del cubo que usaban para subir el agua. Con ella improvisó un torniquete.

La joven volvió al poco tiempo. Athan la indicó que empapara algunas vendas con vino, y él hizo una pequeña fogata con las brasas. Puso la hoja de su cuchillo de caza sobre las llamas y esperó a que se calentara. Miró a Ianthe con seriedad.

- Le va a doler, pero ya ha perdido la mano, y no hay otra forma más rápida de hacer que deje de sangrar tanto. Vas a tener que sujetarle todo lo fuerte que puedas.

La chica asintió con lágrimas en los ojos. Al poco, Athan le indicó con un gesto que sujetara a su padre. El chico cogió el cuchillo con un paño para no quemarse, y aplicó el filo sobre la carne amputada del hombre. Éste se revolvió salvajemente y gritó tan alto que hubiera despertado a todos los muertos del poblado.

Una vez Athan terminó de sellar la herida, la cubrió con las vendas empapadas en vino, y después aseguró estas con más vendas.

- No puedo hacer más por él, no soy curandero.

- Es suficiente. Gracias…

-Tenemos que comprobar si hay más supervivientes. ¿Tu casa sigue en pie? – Ianthe asintió. – Bien, llevemos allí a tu padre, para que descanse, y luego comprobaremos si alguien más necesita ayuda.

Entre ambos, cogieron al hombre y le metieron en su cabaña. Athan ayudó a su hija a tumbarle en la cama y después salieron a registrar el poblado. Cada uno fue por un lado, con la esperanza de que no todo lo que encontraran fueran cuerpos inertes, o incluso  mutilados.

La visión del poblado, era absolutamente desoladora. Todo estaba sumido en el caos. Tras poco más de una hora buscando, Ianthe y Athan encontraron a una veintena de sus vecinos. Salvo dos niños que lograron esconderse, los demás eran gente herida que los soldados abandonaron a su suerte. Algunos no estaban gravemente heridos, por lo que se apresuraron en ayudar a Ianthe y Athan a curar y socorrer al resto.

Mientras unos rescataban comida de las despensas de las cabañas destruidas, otros preparaban camas en las que aún seguían en pie para poder dar cobijo a los que habían perdido sus hogares. De un poblado de más de doscientos habitantes, aquella noche dormirían allí poco más de veinte. 

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