8 de noviembre de 2013

Ventanas del alma.



Esta historia es un poco peculiar, así que empezaremos por el final: sobre la mesa solo quedaba un plato vacío y un vaso medio lleno.
La tensión superficial del agua contenida en el vaso se rompía con la caída arrítmica y cansina de cientos de emociones. Emociones las cuales, en un acto de desesperación, se arrojaron por la borda con la esperanza de lograr alcanzar la costa a nado. La de locuras que cometen los seres humanos, ¿verdad? Son capaces de tirarse al mar en plena tormenta si con ello pueden tener la más mínima posibilidad de éxito.
Dos saltaron juntas. Se asomaron al borde y se dejaron caer. Me tocaba a mí y echarse atrás no era una opción de la que dispusiera. Es curioso: la mayoría nacemos para caer sin que se nos permita siquiera la posibilidad de evitar ese destino. No tenemos elección, así que no nos queda otra más que disfrutar del vertiginoso viaje que nos brinda la gravedad.
El resto tenía que saltar también. Se empujaban entre sí con nerviosismo. No entiendo por qué estaban tan impacientes por precipitarse al vacío. ¿Quizá no sabían que lo que les aguardaba era el abismo?
Eché una última ojeada a las vistas que tenía desde allí: nada destacable, al menos para mí. Sin embargo, juraría que vi a Ana sonreír. Entonces, al igual que quienes me precedieron, me abandoné a las leyes de la física.
Me despeñé por el rostro de Ana. Pude ver que en sus facciones quedaba mi rastro. Yo me consumía a medida que caía por sus pómulos.
Llegué a su boca, y pude comprobar que, en efecto, Ana sonreía. Y allí me encontré con varias carcajadas con quienes parecía compartir destino. Un destino del cual lo único que sabíamos era que no sobreviviríamos a sus inclemencias. Las tres nos descolgamos juntas de los labios de Ana, pero mientras que ellas ascendían con el aire, yo continué con mi travesía hacia quién sabe dónde.
Por fin llegué al ángulo de su mentón y me aferré al lunar que lo adorna. No quería seguir cayendo, maldita sea. No quería acabar así. Quería cambiar ese maldito sino que nos empujaba a todas a un suicidio que no escogíamos voluntariamente. Permanecí allí unos segundos, siendo testigo de que mis compañeras no oponían resistencia. “Maldita sea mi suerte”, mascullé con rabia.
Tras proferir todo tipo de improperios, me rendí. No podía luchar contra lo inevitable. ¿Para qué? Mejor ahorrarme el mal trago y plantarle cara al final con valor.
Me solté de la suave y nívea piel de Ana y caí de espaldas. Poco después me zambullí en el vaso medio vacío, con la satisfacción de haber visto con mis propios ojos que Ana me lloró de pura felicidad.
Aquellos últimos instantes, en los que me fundí con el agua del recipiente, me sirvieron para meditar sobre eso que dicen de que los ojos son el espejo del alma. Para mí, no eran espejos sino ventanas por las cuales la propia alma nos defenestra cuando las emociones lo saturan. Y es que la vida de una lágrima, aunque corta, no siempre es triste.


18 de agosto de 2013

Plegaria.

El silencio sepulcral de aquella fría noche de noviembre solo era roto por el tenue suspiro de mis rezos, que como letanías eternas, rogaban al padre por un día más de luz. Algo interrumpió mis oraciones, un vago sonido al otro lado de la puerta. "¿Me atrevería a...?", me dije a mi mismo.
Abandoné mis oraciones y me puse en pie. De nuevo, aquel sonido atravesó las rendijas de la puerta de la iglesia. Quise preguntar en voz alta quién estaba allí, pero el llanto de un niño atoró la pregunta en mi garganta.
Con pasos cautelosos me dirigí hacia la puerta, la cual alguien golpeó desde la calle.
- ¡Por favor, abran! - rogó una voz de mujer.
Apenas me dio tiempo a dudar. Corrí el gran pestillo de hierro del portón y el frío invernal inundó la estancia. Una mujer joven y de baja estatura, abrigada apenas con un manto de lana, temblaba de frío en la puerta. Llevaba un bulto en los brazos, un bulto que apenas se movía pero que lloraba. No era una de mis feligresas, jamás la había visto por allí.
Me hice a un lado y permití a la joven pasar. Cuando cerré la puerta, el aura de serenidad de la iglesia se vio perturbado. Ella puso al bebé en mis brazos tan bruscamente que no pude siquiera negarme. Se sentó en el banco más alejado del altar y la forma en que contempló la talla de Cristo trasladó el frío de la calle al interior de mis venas.
Su mirada, al principio temerosa y después con cierto odio en las pupilas, se tornó irónica al arquear una ceja. Agachó la cabeza y empezó a combulsionarse entre estridentes carcajadas. El bebé lloró aún más fuerte. Lo destapé un poco y unos ojos grises como la niebla me miraron. Palpé su frente: estaba ardiendo.
- Hija mía, ¿está enfermo?
La mujer, lejos de preocuparse, se quitó el manto y se acercó a mí. Fijé mis ojos en los suyos, más negros aún que la heladora oscuridad que reinaba esa noche.
- Confía usted demasiado en la salvación del ser humano, padre Damián.
¿Cómo sabía mi nombre aquella desconocida? El bebé dejó de llorar de repente y, apenas unos segundos después, se convirtió en una nube negra que se posicionó junto a la joven. Ella rió con fuerza de nuevo mientras el humo negro se volvía corpóreo. Una silueta antropomorfa se alzó ante mí.
Casi no recuerdo detalles de aquel ser más que sus ojos, de fuego gris, mirándome, y esa horrible voz gutural de ultratumba. Ni el agua bendita ni el crucifijo de mi rosario le amedrentaron. ¿Qué era ese ser?
Por motivos que no alcanzo a comprender, se limitó a hacer una advertencia y a irse.
- Entérese, cura, de que ninguna de las fantochadas de la Iglesia salvará a los hombres de arder en el Averno.
Con una intensa explosión de luz y calor, él y la mujer desaparecieron, dejando tras de sí el eco de la risa de ella y un fuerte olor a azufre.



"Colaboración" con Eidan Raven que puede leerse aquí.

1 de julio de 2013

Quebranto.

—¿Qué pasó cuándo él... se fue, Elia?

—No había nada que me obligara a quedarme más.

—¿Pero por qué no trataste de seguir adelante? No estabas sola. Nunca lo estuviste.

Mamá abrió la puerta y entró en mi cuarto.

—Cielo, son las tres de la mañana, ¿con quién hablas?

Miré a mi alredor y me di cuenta de que estaba sola.

—Con... Con nadie, mamá. Era una pesadilla.

—Anda, duérmete, que mañana tienes que ir a clase.

Se sentó en el borde de la cama y me acarició las mejillas. Noté cómo se sobresaltaba al sentir mi respiración acelerada. Me besó en la frente, me cogió la mano y suspiró.

—Nora, cariño... No tienes que ir si no quieres, pero llevas faltando dos semanas y... Bueno, supongo que sabes qué es lo que deberías hacer, ¿no, cielo?

—Mamá, estoy... bien. Así que mañana iré.

Ella frunció el ceño con evidente preocupación. Saltaba a la vista que no sabía cómo abordar el tema ni yo cómo exponérselo. Ambas carraspeamos casi al unísono, mamá me miró y esperó pacientemente.

—Sé que mañana nadie ocupará el pupitre de al lado, mamá, pero no puedo estar toda la vida evitando un asiento vacío. No sería justo. Ni para ella, ni para mí.

—Nora, mi vida —mamá apretó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos—, sé que no va a ser fácil, pero recuerda que no estás sola y que nunca lo estarás.

"Elia tampoco lo estaba", pensé. Miré a mamá y reprimí una respuesta a voz quebrada. Tragué saliva y asentí. Ella volvió a besar mi frente, me dio las buenas noches y salió de la habitación.

Permanecí unos minutos sentada en la cama, mirando un punto fijo situado en ninguna parte. Sacudí la cabeza y me froté los ojos con las manos. Elia no había estado allí. Elia ya no estaba aquí. Se fue con él porque ninguno supimos hacerla saber que no estaba sola.

9 de junio de 2013

Crescendo



Los dedos de Melissa bailaron sobre las teclas blancas y negras. La muchacha ejecutaba con admirable destreza la complicada coreografía que marcaba la partitura mientras en su cabeza aparecía una sucesión de imágenes, formas y colores que parecían inconexas.


Sin embargo, para ella, la música cobraba vida en su mente. Pasaba de ser un puñado de símbolos negros sobre los pentagramas a convertirse en una historia, una historia narrada solamente con la melodía que desprendía el piano, con el leve vibrar de las teclas bajo sus dedos.


- Cuidado con el crescendo, Melissa -advirtió su profesora.


Aquella mujer, ciega de nacimiento, le enseñó que para tocar música no era necesario ver una partitura, sino ser capaz de sentirla con el corazón.


Lo que para una fue un impulso para no hundirse en la oscuridad de su ceguera, para la otra fue una muestra de admirable superación, de valor y de vida.


Melissa se centró en presionar las teclas con más intensidad, elevando progresivamente el volumen de la melodía.


La mujer sonrió y posó la mano en el hombro de la muchacha.


- Perfecto, corazón. Recoge tus cosas, que ya es la hora.


La chica terminó el último compás y acarició las teclas antes de bajar la tapa. Se puso en pie, cogió su bolsa y se despidió de la profesora. Ésta, la detuvo antes de salir.


- Melissa... ¿No te llevas la partitura? No te he oído recoger papeles...


- He tocado sin ella, Clara.


Ella rió con suavidad. A Melissa le encantaba la risa de su profesora. Siempre sutil, plácida, sosegada y delicada. Sentía profunda admiración por Clara y siempre le estaría agradecida, pues no sólo la enseñó a tocar el piano, sino que le hizo comprender que lo que los médicos llamaban sinestesia no sólo era una mezcla de sensaciones. También era el mejor regalo que alguien que ama la música podría recibir jamás.